Van varias semanas que los medios
popularísimos de comunicación me vienen haciendo nadar en las más variadas opiniones sobre el
reclamo de Malvinas. Los pibes y las pibas opinan (nunca faltan los
maratonísticos que quieren armar una marcha en contra del reclamo porque el
agua vale más que el oro), los señores, los noteros, los editores. Nadie está
callado. No pretendo, al menos hoy, hacer una reivindicación de los beneficios de
la recuperación de la discusión política. Lo que voy a hacer es un viajecito
por el conflicto general, para que todos los chicos de la salita amarilla
empecemos a opinar con algún conocimiento.
Es inevitable dar en las primeras
líneas la defensa básica de la soberanía de nuestro país sobre las Islas. Las
nociones son elementales y las conocemos casi todos.
Va así: las Malvinas
fueron descubiertas por España en 1443. Están dibujadas en el Tratado de
Tordesillas, donde se dejan asentadas las nuevas tierras que la Corona se había
encontrado pacíficamente en su camino y había anotado como propiedad de ese
reino Ibérico. Casi cuatrocientos años después a unos señores muy simpáticos se
les ocurrió separarse de toda dominación extranjera (y por TODA se referían
solamente a España y su atrasado desarrollo dentro de Europa) y reclamaron todo el
territorio como propio. El reclamo fue reconocido abiertamente recién en 1859
por Isabel II, que cedió a los criollos todos los espacios colonizados,
incluyendo Malvinas. Pero desde 1810 Argentina mal que mal pobló las Islas, lo que nos dio el derechos jurídicos
sobre ellas. Los cartógrafos del mundo dijeron que se encontraban en la Plataforma
Continental Argentina. Con lo último tuvimos los derechos geográficos
asegurados. Eran re nuestras, todos felices.
En 1832 la
fragata británica Clio pasó a darle una saludadita al sur del continente y ya
que estaba el comandante Oslow desembarcó en Malvinas, para anunciar que Su
Majestad Británica reclamaba las Islas como suyas, que nos daba 24 horas para
ir desalojando. La resistencia hubiese
terminado en una carnicería de argentinos y, efectivizándose en 1833, Gran
Bretaña, como quien va a comprar pan había conseguido las tierras del fin del
mundo.
¡Qué lindo es habernos ubicado todos en los sucesos cronológicos! Ahora, ¿qué
es lo que hace que mi Inicio en Facebook esté plagado de notas copiadas del
Mdz, del Los Andes, ó (los más abocados al tema) de Clarín y Página 12?
Cristina Fernández y la mayoría de los argentinos hemos vuelto al ruedo con la
recuperación de las Islas. Eso ya lo sabemos. Y la mayoría de los países
latinoamericanos nos apoyan. Y Naciones Unidas hace como que le va a prestar
atención al tema. Y parece que los ingleses tienen armamento nuclear ahí. ¡Hasta
Sean Penn vino a dar el “Ok, bro”! La discusión está abierta de nuevo, los británicos defienden lo indefendible y no
les queda más prosa que la que usaron hace dos siglos, la ventaja
armamentística. Es imposible negar el avance del tema y los países ponen cartas
sobre la mesa. A mí me queda muy grande el problema para intentar abordarlo en
un blog pedorro que no debe leer ni mi ex, pero quiero hacer una explicación de los porqués y para qués, así la
próxima vez que nos sentemos en la Plaza España a discutir sepamos sobre qué.
Personalmente la soberanía sobre las Malvinas no me va a afectar en lo
absoluto. Por ahí un día me podría ligar un viajecto a conocerlas sin tener que
buscar autorización y tramitar cuestiones pasaportísticas, pero no voy a
obtener un beneficio directo más que ese. Vos tampoco y tu vecina la Pocha
menos. El tema es que sobrepasando el territorio de las Islas, Gran Bretaña
posee jurisdicción en un territorio marítimo de cerca de 200 millas de radio.
Léase: 322 kilómetros más desde donde termina la playa de sus Falkland. El área
que representa esa zona es más de cinco veces superior al tamaño de las
Malvinas mismas y está regada por una biodiversidad marítima y aérea que yo,
caminando por una calle olorosa de Mendoza no puedo imaginarme si no googleo
los números.
Los recursos saqueados, patrimonio de nuestro país, se van para afuera. No
sé vos, pero a mí no me vendría mal un empujonazo en la escalerita de países
emergentes, ni unos mangos más para financiarme la vida. Por supuesto, ningún premier británico está
interesado en mi desarrollo como ciudadana.
Aun pensando en el territorio marino o terrestre que nos están culeando,
con tanto que tiene para defender, proteger y utilizar; hay quienes no han
llegado al porqué más importante de toda la revolcada diplomática que nos
estamos por pegar. De hecho es posible que muchos de nuestros mandatarios no
hayan hecho la reflexión consciente de la cuestión. Hijos-de-puta hay en todos
lados, viste.
Ya dijimos que las potencias suelen tener esa costumbre de evaporar la vida
de las tierras que van sumando a su mazo de colonias (las formales y las que son informales, secretas, culturales).
Yo no estoy ni ahí con perder la Antártida. Me lo imagino y se me viene a la
cabeza una imagen sobreutilizada que posiblemente sea la primera que sale en
google, con alguna foca bebé y un uniformado practicando maldades sobre ella. Si me esmero porque mi cerebro abandone ese patético
acotamiento empiezo a querer describir las excavaciones, pruebas nucleares y recursos
desperdiciados y agua que se va.
He llegado a mi punto, me hubiese gustado haber empezado por acá. La
soberanía que se reclama sobre las Malvinas, no tiene nada que ver con los siete
mil kilómetros cuadrados de montaña de las Islas. Tienen que ver con los
recursos económicos que nos corresponden, con la biología del mar, de las Islas
y de 1, 7 millones de kilómetros de Antártida. Con la perpetuación del ambiente,
el desarrollo económico y el progreso de los países a un tiempo-espacio en el
que un país en desarrollo no tenga que cederle su patrimonio a un imperio sin
cuidarlo y protegerlo primero.
A mí, después de un recorrido por la red, no me cambió ni un poco la cabeza:
las Malvinas son argentinas.
He dicho.
He dicho.